martes, 15 de septiembre de 2015

HISTORIAS INACABADAS (VI)
El sol se iba adormeciendo lentamente por el oeste. Exhausto. Se escondía después de un día de trabajo agotador, sólo la luz de los últimos rayos se reflejaba en el agua de un mar tranquilo y sereno. Desde el barco, Cristina, hipnotizada, veía como poco a poco el día languidecía dando paso a la noche que cabalgaba para imponerse majestuosa en esta parte del mundo. Pablo se encontraba pilotando el barco con el móvil en la mano como siempre. Cada uno se encontraba a un lado opuesto del barco, últimamente ocurría así. A Cristina ya no le apetecía sentarse a su lado mientras él guiaba el barco como un capitán orgulloso. No sólo pasaba en la mar. Lo observaba como si fuera un extraño, como si fuera indiferente a ella. Ya no era él que le enviaba ramos de rosas al trabajo, tampoco era él que le esperaba, ansioso, en casa con un sencilla cena. Todo eso era pasado.
Cristina miró a lo lejos y descubrió una patrulla de la guardia civil merodeando por la zona, últimamente ocurría demasiado, estaban a la caza y captura de inmigrantes. De repente, salieron a toda prisa. Seguramente habían visto a su presa. Dejaron detrás de sí una estela de espuma que se evaporaba instantáneamente...Pablo seguía al teléfono, se reía y al mismo tiempo miraba furtivamente hacia atrás, intentando ver lo que ella estaba haciendo: a ella le daba igual. Cristina daba por supuesto que hablaba con algún ligue. Atrás quedaba ese dolor interno al saber que le era infiel por primera vez. Después de la justificada escena de celos que Cristina le montó, Pablo se las arregló para convencerla de que era algo esporádico y de que no volvería a suceder. Ella le creyó e incluso llegó a pensar que la culpa era de ella por haberlo descuidado debido a su trabajo, así que en parte justificó su infidelidad. Sin embargo, a pesar de las promesas de Pablo y de la dedicación de Cristina, la relación se iba deteriorando cada vez más, y esta vez ya no habría marcha atrás, ya no habría más que decirse, ya estaba todo dicho.
De pronto, un ruido les puso en alerta. Algo o alguien impedía que el barco se mantuviera estable. Pablo paró el motor con decisión. Se miraron atónitos y se dirigieron a donde procedía el ruido. Miraron fuera de la borda y se encontraron con una mirada apocada y cansada. Lo ayudaron a subir a la embarcación. El chico no tenía más de quince años y temblaba de frio. Cristina le acercó una toalla para que se secase. La cogió rápidamente y le dio las gracias con la mirada. “Nombre?” preguntó Pablo. “Abdul” respondió débilmente. A pesar de su debilidad momentánea se le veía con fuerza, con ese vigor natural que posee la juventud. Entonces inesperadamente, Abdul les dio un abrazo a ambos que les dejó inmóviles. Cristina y Pablo quedaron rígidos ante tal muestra de afecto. No era muy común esas señales de cariño en su vida. Mientras los abrazaba, Abdul cerró los ojos y empezó a ver toda su odisea para llegar hasta allí. Recordaba todo: la triste despedida de sus padres y sus cinco hermanos con la esperanza de que pronto estarían juntos, los amigos que había hecho por el camino y que ahora ya no estaban, la lucha que mantuvo con otros hombres para poder acceder a la patera.. Todo parecía un sueño...o una pesadilla. Le hubiese gustado abrazar, especialmente a Mamadou, pero no podía ser, sólo le quedaba de él, el recuerdo de las noches mirando las estrellas, pintando el futuro juntos, pero el futuro del pobre Mamadou ya estaba escrito.
Pero ahora estaba a salvo en un barco de unos blancos. Nunca había abrazado a un blanco. Los había visto pasar por su aldea en sus grandes vehículos rumbo a la sabana en busca de animales salvajes, pero nunca los había tenido tan cerca .La mujer le pareció muy hermosa con esos grandes ojos azules, y el hombre era imponente con su barba espesa y sus gafas oscuras. Cuando se deshizo el abrazo, los volvió a mirar. Ahora le parecían frágiles figuras: a la mujer le caían lágrimas por las mejillas y el hombre miraba al suelo avergonzado ante la situación. “¿Comer?” le preguntó Cristina secándose las lágrimas y haciendo movimientos circulares en el estómago. Él asintió y sonrió al mismo tiempo. Ella revolvió en su bolso y sacó una chocolatina. Abdul la cogió y se sentó para devorarla con tranquilidad.
Era hora de regresar a puerto. “Nos volvemos”, dijo Pablo y puso rumbo a tierra mientras una sonrisa se dibujaba en el rostro de Cristina.





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