HISTORIAS
INACABADAS (III)
Miró
el reloj con impaciencia. Todavía eran las ocho menos cuarto. Se
acercó hasta la puerta y estiró el cuello, inclinándose, casi
rozando la cabeza contra el cristal. Entrecerró los ojos debido a la
luz del sol que se expandía por toda su cara. La calle estaba
desierta y tampoco había trazas de que se aproximase nadie. Así que
con determinación fue al cajón, cogió las llaves y cerró la
puerta, después de haberle dado la vuelta al cartel de
abierto-cerrado. Después de muchas cavilaciones y meditaciones, al
fin, Luis se decidió a montar una tienda de antigüedades. Había
estudiado Bellas Artes en su ya lejana etapa universitaria y aunque
en su corazón se sentía un pintor, un artista, nunca había tenido
el coraje suficiente de dedicar su vida al mundo del arte, así que
relegó su verdadera pasión a un segundo plano, dedicándose a ella
sólo en fines de semana y de manera ocasional. Sin embargo, cuando
todo parecía que iba a terminar sus días como administrativo en una
empresa de seguros, la crisis se encargó de que así no fuera. Fue
despedido e indemnizado. El dinero que le dieron por su liquidación
lo empleó en el alquiler y acondicionamiento de un bajo en la calle
donde vivía, convirtiéndolo en un lugar peculiar para el negocio
que tenía en mente.
Fue
difícil, al principio, intentar obtener los distintos artículos
para montar la tienda. Tuvo que ir a subastas, a tiendas de segunda
mano, acudir a ventas en garajes y sótanos ...pero no lo me
importaba, más bien todo lo contrario. Adquiría de todo: atuendos
de otras épocas, postales antiguas, bolsos, monederos, figuras de
porcelana, juegos de té, lámparas y muebles.. Lo que más le
deleitaba era la compra de muebles, para después así, poder
restaurarlos con mimo y delicadeza. Incluso una vez reparados, era
reacio a dejarlos marchar, para Luis, era como dejar marchar una
parte de sí.
Una
tarde ociosa, sin mucho que hacer en la tienda, encendió el portátil
y empezó a adentrarse en la otra realidad. Se dirigió a páginas
de segunda mano y subastas y allí estaba...un precioso escritorio de
principios del XX. De madera de roble, de carácter recio, con
múltiples cajones de todos los tamaños, el precio era bastante
aceptable, así que sin sopesarlo demasiado, pulsó en el botón de
comprar con decisión.
Sólo
tardaron dos días en enviárselo, y allí estaba en el medio del
local dispuesto a ser desembalado. Lo hizo con cuidado pero con
rapidez. Estaba satisfecho; no lo habían engañado. Era precioso con
un acabado perfecto, con aroma de pasado como le gustaban a él las
cosas. Cogió un silla y se sentó para poder maniobrar más
cómodamente; tocó la madera, acarició los pomos de los cajones y
empezó a abrirlos. Se dejaban abrir sin problemas, excepto uno; tuvo
que emplear más fuerza, pero lo logró. El sobre de
una pequeña carta impedía que ese cajón se abriese con facilidad.
Sin más demora, Luis abrió la carta, amarilleada por el tiempo, y
se dispuso a leer: “Querido propietario: Me dirijo a usted para
comunicarle el terrible secreto que me temo tengo que
contarle.......”.
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